Opinión. Canarias ante la malandanza
Juan Manuel García Ramos.-
Cuando uno ve y oye al rey de Marruecos, este siete de noviembre de 2020, en la televisión de su país, proclamando, en un discurso institucional, con motivo del cuarenta y cinco aniversario de la Marcha Verde, nada más y nada menos, que ha llegado el momento de dar valor al enorme potencial del espacio marítimo del Sahara con el fin de desarrollar una verdad económica marítima que, según el monarca alauí, constituirá un punto de enlace entre Marruecos y su profundidad africana, cuando uno ve y oye cómo después de casi medio siglo Marruecos no solo se sigue apropiando ilegalmente del dominio terrestre de la antigua provincia española, sino que ahora lo hace con sus costas y sus derechos marítimos, uno deja de creer en el derecho internacional y empieza a preocuparse por el futuro de las Islas Canarias.
Y cuando uno comprueba que toda esa bravuconería de Mohamed VI viene a coincidir con una crisis inmigratoria de Canarias que se ve incapaz de contener los flujos provenientes de la cornisa nororiental africana, con Marruecos también como protagonista directa e indirecta de esas oleadas de personas que huyen del continente vecino, uno empieza a sentir una impotencia indisimulable.
Y todos esos acontecimientos transcurren con unos ministerios españoles cruzados de brazos, tanto ante la anexión marroquí de los derechos marítimos saharianos que chocan con los derechos marítimos canarios, con una ministra como Arancha González Laya que mira para otro lado, como ante el desbordamiento inmigratorio sufrido por nuestras islas, con unos ministros o ministras de Migraciones, de Interior y de Defensa que no han sabido ni querido reaccionar con una mínima planificación a la altura del grave fenómeno de llegadas multitudinarias de pateras, cayucos y otro tipo de embarcaciones a nuestras costas, y del más grave escenario de centenares de muertes en el océano de seres humanos que ven quebrados sus anhelos en sus trayectos utópicos.
Canarias es un juguete en manos de España y de Marruecos, una tierra de nadie que ve cómo se la usa para robarle sus derechos en el espacio que ocupa en el mapa o para convertirla en pasillo inerme de la sobrepoblación africana en su busca de un mundo mejor.
Nadie reacciona ni ante el atropello de solapar nuestros derechos marítimos ni ante nuestra incapacidad de contener las oleadas de inmigrantes vecinos. Estamos pagando caro que el Estado del que dependemos esté muy lejos y muy sordo y muy ciego ante lo que sucede en este Archipiélago. Y lo que denominamos la autonomía de Canarias, con sus estructuras de poder, hace aguas ?nunca tan apropiada la expresión? ante todo lo que nos sucede.
Canarias no tiene política exterior, Canarias no tiene política migratoria. Es decir, España no tiene política exterior para aplicarla a Canarias, España no tiene política migratoria para aplicarla a Canarias.
Nunca Canarias necesitó más poseer un verdadero autogobierno, nunca quedó tan en evidencia la falacia autonomista cuando de un territorio tan excepcional como Canarias hablamos. Algunos partidos nacionalistas canarios, vamos a no señalar con el dedo, parecen abducidos por la inercia del Estado español, ven y no ven lo que ocurre, y tratan de no entrar a fondo en lo que tienen delante de sus mismas narices. Están contagiados del aplatanamiento, esa tendencia del isleño a dejar dormir los asuntos urgentes y que el tiempo ya dirá. A lo mejor, tienen razón, Marruecos es un enemigo terrible, armado hasta los dientes y con Francia y Estados Unidos compartiendo sus intereses territoriales. ¿Qué es Canarias ante ese gigante? Hasta España queda muy por debajo de la influencia internacional del reino de Mohamed VI.
¿Y entonces qué hacer? ¿Silencio administrativo ante el solapamiento de nuestras aguas y el uso español de nuestras islas para contener el desbordamiento poblacional del África cercana y no tan cercana?
Canarias cruzada de brazos, con una crisis sanitaria mundial sin solución a la vista y una crisis económica y social que nos aboca a la indigencia colectiva. Y si uno se fija, nadie quiere ver cómo el Archipiélago ha sido dejado de la mano de Dios por parte del Estado al que pertenece como última colonia de la España imperial. Nadie quiere aceptar la situación de sujeto político pasivo de la nacionalidad canaria ?usemos por ahora la terminología estatutaria? en uno de sus momentos históricos más graves, acaso uno más de una larga lista de adversidades a lo largo de sus siglos de existencia como pueblo.
Confieso que hasta yo estoy contaminado de la pasividad de nuestra dirigencia política. Una dirigencia política que le gusta perderse en disquisiciones burocráticas a la hora de mirar a la realidad y de encontrar las respuestas adecuadas a las preguntas urgentes que esa realidad hoy nos formula. Estamos arregostados a contentarnos con lo que hay, con los marcos jurídico-políticos que otros nos han concedido a lo largo de los siglos de pertenencia a la cultura política occidental. Unos andamiajes jurídico-políticos que nos han hecho conformistas mientras las cosas iban bien y todos éramos parte del pastel de la sociedad del bienestar.
Pero los tiempos empiezan a ser otros, no solo desde el punto de vista de la misma existencia territorial de Canarias, del que nos hemos ocupado al hablar de nuestros derechos marítimos y de nuestra vulnerabilidad migratoria, sino desde el punto de vista del futuro de su población. Quizá escapemos con los fondos europeos por venir, quizá remendemos nuestro tejido social con ellos, pero nuestras sociedades insulares quedan convertidas en sociedades subalternas, sin reflejos propios, sin capacidad de valerse por sí mismas y de encontrar un futuro digno para sus próximas generaciones.
Unas tierras y unos mares con los que juegan otros, un pueblo desconcertado una vez más ante lo que autor de las primeras endechas de nuestra literatura llamaba la «malandanza» de los tiempos.
Habrá que seguir pensando, pero hay marcos de reflexión y de acción que empiezan a quedarse viejos, muy viejos e inservibles. Hay que reconocerlo a la vista de los hechos.
Canarias es un juguete en manos de España y de Marruecos, una tierra de nadie que ve cómo se la usa para robarle sus derechos en el espacio que ocupa en el mapa o para convertirla en pasillo inerme de la sobrepoblación africana en su busca de un mundo mejor.
Nadie reacciona ni ante el atropello de solapar nuestros derechos marítimos ni ante nuestra incapacidad de contener las oleadas de inmigrantes vecinos. Estamos pagando caro que el Estado del que dependemos esté muy lejos y muy sordo y muy ciego ante lo que sucede en este Archipiélago. Y lo que denominamos la autonomía de Canarias, con sus estructuras de poder, hace aguas ?nunca tan apropiada la expresión? ante todo lo que nos sucede.
Canarias no tiene política exterior, Canarias no tiene política migratoria. Es decir, España no tiene política exterior para aplicarla a Canarias, España no tiene política migratoria para aplicarla a Canarias.
Nunca Canarias necesitó más poseer un verdadero autogobierno, nunca quedó tan en evidencia la falacia autonomista cuando de un territorio tan excepcional como Canarias hablamos. Algunos partidos nacionalistas canarios, vamos a no señalar con el dedo, parecen abducidos por la inercia del Estado español, ven y no ven lo que ocurre, y tratan de no entrar a fondo en lo que tienen delante de sus mismas narices. Están contagiados del aplatanamiento, esa tendencia del isleño a dejar dormir los asuntos urgentes y que el tiempo ya dirá. A lo mejor, tienen razón, Marruecos es un enemigo terrible, armado hasta los dientes y con Francia y Estados Unidos compartiendo sus intereses territoriales. ¿Qué es Canarias ante ese gigante? Hasta España queda muy por debajo de la influencia internacional del reino de Mohamed VI.
¿Y entonces qué hacer? ¿Silencio administrativo ante el solapamiento de nuestras aguas y el uso español de nuestras islas para contener el desbordamiento poblacional del África cercana y no tan cercana?
Canarias cruzada de brazos, con una crisis sanitaria mundial sin solución a la vista y una crisis económica y social que nos aboca a la indigencia colectiva. Y si uno se fija, nadie quiere ver cómo el Archipiélago ha sido dejado de la mano de Dios por parte del Estado al que pertenece como última colonia de la España imperial. Nadie quiere aceptar la situación de sujeto político pasivo de la nacionalidad canaria ?usemos por ahora la terminología estatutaria? en uno de sus momentos históricos más graves, acaso uno más de una larga lista de adversidades a lo largo de sus siglos de existencia como pueblo.
Confieso que hasta yo estoy contaminado de la pasividad de nuestra dirigencia política. Una dirigencia política que le gusta perderse en disquisiciones burocráticas a la hora de mirar a la realidad y de encontrar las respuestas adecuadas a las preguntas urgentes que esa realidad hoy nos formula. Estamos arregostados a contentarnos con lo que hay, con los marcos jurídico-políticos que otros nos han concedido a lo largo de los siglos de pertenencia a la cultura política occidental. Unos andamiajes jurídico-políticos que nos han hecho conformistas mientras las cosas iban bien y todos éramos parte del pastel de la sociedad del bienestar.
Pero los tiempos empiezan a ser otros, no solo desde el punto de vista de la misma existencia territorial de Canarias, del que nos hemos ocupado al hablar de nuestros derechos marítimos y de nuestra vulnerabilidad migratoria, sino desde el punto de vista del futuro de su población. Quizá escapemos con los fondos europeos por venir, quizá remendemos nuestro tejido social con ellos, pero nuestras sociedades insulares quedan convertidas en sociedades subalternas, sin reflejos propios, sin capacidad de valerse por sí mismas y de encontrar un futuro digno para sus próximas generaciones.
Unas tierras y unos mares con los que juegan otros, un pueblo desconcertado una vez más ante lo que autor de las primeras endechas de nuestra literatura llamaba la «malandanza» de los tiempos.
Habrá que seguir pensando, pero hay marcos de reflexión y de acción que empiezan a quedarse viejos, muy viejos e inservibles. Hay que reconocerlo a la vista de los hechos.